Las circunstancias trágicas en las que murieron tres poetas latinoamericanas, son el motivo para recordar lo que realmente ha trascendido en la historia de la Literatura, los versos de tres mujeres que encontraron en la poesía un camino de expresión, que las llevará a exorcizar por medio de la escritura, lo que puede significar por ejemplo: el dolor, la muerte y los diferentes abismos humanos.
La primera poeta es la chilena Teresa Wilms Montt
(1893-1921), sus depresiones constantes la llevaron a ingerir veronal y a morir
con 28 años de edad. Transgresora de su época, ingresó en escenarios dedicados a hombres.
Durante su estancia en Iquique se conectó con los ideales feministas y anarquistas. Compartiremos de Los
Tres Cantos (1917), el Canto III dedicado en prosa poética a la muerte
desde la noche.
Sin lugar a dudas, la poeta suizo - argentina Alfonsina Storni (1892-1938),
profundiza el escenario poético con respecto a la muerte y se configura en un
tema trascendente en su obra. Fue diagnosticada con cáncer, cuestión que sumada
a su introspección propia, la hizo deprimirse y arrojarse desde la escollera
del Club Argentino de Mujeres en Mar del Plata. De Alfonsina releeremos ¡Adiós!, Dolor y Versos Otoñales.
Para terminar, encontramos a la poeta limeña Martha Kornblith (1959- 1997),
quien pasó la mayor parte de su vida en Venezuela. Con el diagnóstico de
esquizofrenia es internada en un manicomio, posteriormente sale de allí; pero
no logra recuperarse de su angustia y desesperación. Termina lanzándose desde
un quinto pisto de un edificio. De Kornblith, invocaremos los siguientes
poemas: Por eso dedicamos nuestros libros,
No hay nada que me duela más, Me dices que te hable sobre mi vida.
Las razones por las que los poetas suelen quitarse la vida abordan muchos
ámbitos y tiempos. Tal vez la poesía para estas creadoras, haya sido una manera
de ensayar el morir, en donde la soledad perfila sus voces y nos lleva al
desgarrador grito de la muerte.
III
La noche- Teresa
Wilms Montt
¡Llora, alma mía, llora!
¡Llora con la noche desolada, llora con sus
estrellas que son rutilantes lágrimas cristalinas de misterio! llora con la
negra serenidad del paisaje y las heladas rocas en el horizonte esfumado; llora
con el ave agorera en el enredo de los cipreses, y con la sierpe desencantada
en el hueco de las montañas!
¡Llora, alma mía, con la angustia de los muertos
olvidados, y con los restos náufragos
donde habitó la vida!
¡Llora con el puente inservible, que sume en el agua
la mitad de su cuerpo, y con la belleza tétrica de las estatuas mutiladas!
¡Llora, alma mía, con el mar bravío, que emociona a1
cielo con su rugir salvaje, y llora
con la cuna vacía!
¡Llora con el éxtasis de los lagos turbios y con la
mirada yerta de la lámpara apagada!
¡Llora con el alud de nieve que purifica el llano y
hace a1 hombre más bueno!
¡Llora con el paria, y con la mujer repudiada en su
lecho de hospital!
¡Llora, alma mía, llora con la madre a quien la
brutalidad del hombre arrancó sus hijos y
la ha dejado sola en medio de la vida!
¡Llora, alma mía, con los que no tienen consuelo,
que, como muertos con alma, no aguardan nada ni a nadie esperan!
¡Llora, que tu destino es el llanto!
¡Noche hermana! Pupila inconsolable que de tanto
llorar has quedado ciega.
¡Oh, noche! Niobe del orbe. En tus brazos encuentro
el sitio propicio para hundir mi cabeza henchida de sollozos. En tus sombras
sigo yo, paso a paso, el destino de mi espíritu errante.
¡Oh, noche! Si de llorar te volviste sombría, las
lágrimas que derramaste, piadosas de tu tristeza, se volvieron estrellas para
iluminarte; pero las mías, ¡noche!, son como goterones de lava que van surcando
mis ojeras y cavando lentamente la tumba de mis ilusiones.
En tu lobreguez despótica de reina inconsolable,
encuentro un sentimiento hermano; y es ahí, en el terciopelo de la vestidura
que arrastras, donde quisiera envolverme como en un cendal y quedarme dormida.
Si, quedarme dormida ¡oh, noche! cantando una canción de cuna, meciendo en mi
alma a las dos criaturas que me arrancó la vida; cantando en mi alma a1 amor
que me arrancó la muerte.
Madre de los vivos y de los muertos, ¡oh,
Naturaleza!
Cuida del dormido que sepultó en tus brazos su alma
joven. Evita que los gusanos perforen sus ojos, que fueron astros de amor, y
cuida de su boca tersa donde sonreía la vida; que en su rostro, con carnes de
topacio, no se enseñoree la muerte y lo ponga lívido; cuida ¡oh, Naturaleza!
para que un rayo de sol sea su eterno cirio y, atravesando las entrañas de la
tierra, llegue a acariciarlo como una dicha; cuida que su cuerpo permanezca
bello, que la negrura del misterio no maltrate su morbidez; que sus manos,
nidos de caricias y energías, queden frescas como tus plantas y tus flores;
cuida de que sus pies, que siempre anduvieron de prisa en busca del bien, sean
respetados como dos queridas reliquias, y cuida de su corazón, que fue el cofre
donde encerró, la vida la esencia de su belleza.
¡Naturaleza, mi Dios! De rodillas, junto a esta
tumba amada, te imploro como una hija
en agonía a su madre cariñosa. ¡Cuida de él! Cuida
del que me dio la sensación de aurora en el frío ocaso de mi tristeza; cuida y
no lo maltrates; en cambio toma de mí la juventud para alimento de tus roedores
necropófagos, y la sangre de mis arterias, para que se embriaguen como en un
rojo vino de olvido.
¡Naturaleza! Por el ruido de tu mar preferí el rugir
de las pasiones; por la paz de tu llanura y la ondulación de tus montañas, las
tortuosas inquietudes y las alturas de la farsa humana.
Troqué el canto de sus aves por las palabras
halagadoras y engañosas, y por la luz de tu sol, los fuegos fatuos del siglo,
que me hicieron caminar como una sonámbula errante.
¡Perdón, madre de mi juventud! Ahora, que llego a
echarme en tu tierra, cansada de luchar, con los ojos ciegos por el llanto;
ahora, que mi alma es un pájaro herido y sin alas vengo a implorarte que me
recojas en tu seno.
Ven, muerte luminosa. Con santa piedad cierra mis
párpados quemantes; sella mi boca
para que cese de imprecar; purifícala, como a Isaías
el leño encendido; calma la fatiga de mi cuerpo, y con tu bálsamo de nieve
alivia el dolor de mis pies mutilados.
Ven, muerte, y dame el supremo abrazo que hace
majestuosa a la criatura miserable.
Ven, muerte, a libertar mi cuerpo de su yugo
espiritual.
Quiero volver a la tierra, confundirme con el polvo,
fecundar sus entrañas con mi sangre, y sentir sobre mi piel su noble caricia
perfumada.
Quiero que penetre en mis huesos el agua de los ríos,
para que a ellos lleguen a refrescarse los gusanos.
He de ser la hierba humilde que embellece los
campos, y la piedra donde reposa su cabeza el exhausto peregrino.
He de ser manantial donde vaya a apagar la sed el
rebaño y donde se miren las nubes blancas, que van de prisa.
Mis brazos se levantarán, como gajos florecidos a
bendecir el azul; mis piernas serán dos sólidas columnas que servirán de apoyo
a las flores trepadoras; y mi cabeza, todavía gloriosa de pensamiento, se
erguirá en forma de laurel que brinde ilusión y dulzura a las almas solitarias.
¡Ven, muerte! Ansío sentir en las llagas del pecado
la santidad de la tierra que me cubra. Que mis ojos cansados de mirar horrores
se diluyan en lágrimas eternas.
¡Ven, muerte, acúname en tus huesudos brazos; dadme
el beso del olvido!
Es con ellos que se siente fuerte, y es a ellos a
quienes se entrega sin recelos, blandamente, como un devoto a su Dios.
Muertos míos; sublimes amados. Viviré entre
vosotros; seré un dormido caprichoso sin sueño de hielo, pero con su glacial
reposo.
Seré la madrecita de todos, que llegue cargados los
brazos de flores, de esas flores que vosotros no podéis coger con vuestros
rígidos dedos.
Seré la novia casta que os dé toda la intensidad de
su virgen dolor entre lápidas y piedras.
Seré vuestro día, vuestro sol, vuestra noche de
luna. ¡Oh, muertos míos! Nadie vendrá a disputarme este privilegio; los vivos
tienen tanto por qué olvidaros en su lucha por los honores.
Ellos no saben que en vuestro país se halla la clave
del enigma.
¡Muertos míos, muertos míos! Las ondas de mi mar
interior se llenan, preñadas de dulzuras a1 borde de vuestros lechos.
Soy buena, soy buena. ¡Benditos vosotros, que habéis
hecho que yo me encontrara!
Bendito tú que me has purificado con tu muerte.
Buscando la luz llegué hasta las tinieblas y allí la
encontré; la encontró entre húmedas
tumbas y sarcófagos, entre maderas podridas y
agujereados plomos.
Me guió en el camino un grimillón de hormigas que en
ordenada fila hacían sus paseos subterráneos, cargadas de hojitas y pétalos,
que caen como migajas de un festín de recuerdo a los pies de los muertos.
Allí encontró la luz, la verdad y el amor.
El cielo se hace más frágil en el país de los
dormidos; tiene tonalidades nacaradas que se ofrecen con humilde suavidad a las
fosas, y en el sol hay menos deseo de irradiación, más pulcritud en su oro que
en los campos, donde vuelve brillante, como llamas avivadas por el viento, a
las espigas maduras.
He escuchado la conversación de los que se fueron,
que es un murmullo caricioso; y tengo envidia. ¡Hay tanta belleza en la
sencillez y el frío!
Cada muerto es un bloque de nieve inmaculada que
esparce su blanca serenidad como una hostia excelsa de perdón y olvido.
Cada muerto es una bondad honda, inmutable.
Cada muerto es un ejemplo de muda abnegación.
Allí, entre los muertos, encuentro mi espíritu, y es
con ellos que lo comparten sus graves ternuras.
¡Adiós! –
Alfonsina Storni
Las cosas que mueren jamás resucitan,
las cosas que mueren no tornan jamás.
¡Se quiebran los vasos y el vidrio que queda
es polvo por siempre y por siempre será!
Cuando los capullos caen de la rama
dos veces seguidas no florecerán...
¡Las flores tronchadas por el viento impío
se agotan por siempre, por siempre jamás!
¡Los días que fueron, los días perdidos,
los días inertes ya no volverán!
¡Qué tristes las horas que se desgranaron
bajo el aletazo de la soledad!
¡Qué tristes las sombras, las sombras nefastas,
las sombras creadas por nuestra maldad!
¡Oh, las cosas idas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que así se nos van!
¡Corazón... silencia!... ¡Cúbrete de llagas!...
-de llagas infectas- ¡cúbrete de mal!...
¡Que todo el que llegue se muera al tocarte,
corazón maldito que inquietas mi afán!
¡Adiós para siempre mis dulzuras todas!
¡Adiós mi alegría llena de bondad!
¡Oh, las cosas muertas, las cosas marchitas,
las cosas celestes que no vuelven más!...
Dolor –
Alfonsina Storni
Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro, y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas, y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar.
Versos otoñales – Alfonsina Storni
Al mirar mis mejillas, que ayer estaban rojas,
he sentido el
otoño; sus achaques de viejo
me han llenado de
miedo; me ha contado el espejo
que nieva en mis
cabellos mientras caen las hojas...
¡Qué curioso
destino! Me ha golpeado a las puertas
en plena primavera
para brindarme nieve
y mis manos se
hielan bajo la presión leve
de cien rosas
azules sobre sus dedos muertas
Ya me siento
invadida totalmente de hielo;
castañean mis
dientes mientras el sol, afuera,
pone manchas de
oro, tal como en primavera,
y ríe en la
ensondada profundidad del cielo.
Y lloro
lentamente, con un dolor maldito...
con un dolor que
pesa sobre mis fibras todas,
¡Oh, la pálida
muerte que me ofrece sus bodas
y el borroso
misterio cargado de infinito!
¡Pero yo me
rebelo!... ¿Cómo esta forma humana
que costó a la
materia tantas transformaciones
me mata, pecho
adentro, todas las ilusiones
y me brinda la
noche casi en plena mañana?
Por eso dedicamos nuestros libros – Martha Kornblith
Por eso dedicamos nuestros
libros
a
los muertos.
Porque
tenemos la vana convicción
de
que nos escuchan.
Nosotros,
cómplices de oficios
menos
inocentes,
creemos
que seremos dioses
en
otros mundos
porque
pensamos que la felicidad
es
la distancia del milagro
cuando
soñamos con una palabra,
cuando
vemos alzarse los aviones.
Por
eso me volví poeta
porque
pasa lento el tiempo en soledad.
¿No
es apenas un peligroso instante
lo
que sostiene nuestra cordura?
¿No
depende la locura
de
nuestra única, frágil, cuerda?
¿No
pende ella de un solo término,
del
preciso término
aquel
que nos salva
o
nos condena?
No hay nada que me duela
más – Martha Kornblith
No hay nada que me duela más
que
el dolor de mis padres
por
sus padres muertos.
Cuando
brindan calladamente en su memoria,
en
un almuerzo frente a su niña linda viva.
Cuando
mi mamá le lleva flores
a su
mamá en el cementerio.
Yo
me veo frente a su tumba
llorando
algún día.
Porque
ya no la tengo,
y
ella ya no tiene a su niña linda.
Me
acordaré que me contaba
cuentos
sobre su mamá que a mí me aburrían
como
una forma de dejar un atisbo
de
su memoria.
Yo
estaré alerta de rescatar que:
a mi
papá de niño sólo le podían dar un penny
para
ir a jugar a
Coney
Island.
Que
mi mamá se estrujó toda la vida
entre
sentimientos de culpa
porque
en su época no existía
el
confort de los psiquiatras.
Me dices que te hable
sobre mi vida – Martha
Kornblith
Me
dices que te hable sobre mi vida.
Yo te propongo un poema sobre la locura.
Me propones una frase para desarrollar un poema.
Poema es momento presente, lo que me ocupa.
Me dices que me ponga en el lugar
de la que me hubiera gustado ser.
Yo te digo que una actriz de cine
famosa para vivir y ser amada por miles
que es como volar por encima de una playa
y saber que aquella gente me mira y me llama.
Eso es morir.
O suicidarse.
Vagar como un fantasma ausente
en la conciencia de miles sin cuerpo ni cara.
Para verlo tomar palco entre miles estupefactos
y llamarme.
Suelo volar como una paloma herida
en una playa interminable
y dejar rastros de sangre
ante el tin tin ausente
de tu teléfono,
llamarte es confrontarme con la realidad inexorable
de un fracaso.
Referencias
bibliográficas
Kornblith,
M. (1995). Oraciones para un dios ausente. Caracas:
Monte
Ávila Editores.
Storni, A. (1976). Obras
Completas. Volumen I. Buenos Aires: Sociedad Editora Latinoamericana.
Wilms,
T. (1922). Lo que no se ha dicho. Edición póstuma. Santiago:
Zig- Zag.