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La inmolación por la belleza (Marco Denevi)

El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor.
Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo –como aconsejan los libros de zoología-, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso.
Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón.
El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso.

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Ni usted ni yo necesitamos presentación: tenemos tres cosas en común: esta tierra, la vida y la muerte. En eso somos semejantes, casi amigos. Al menos, hay que vivir con esa ilusión de amistad que es básica para la solidaridad humana. ¿Qué diré para empezar? Saint-Exupéry nos recuerda que cada palabra es un acto. Vamos, pues, a obrar en esta página. Para empezar, no diré nada que no sienta, única manera de ser leal a mí mismo, y a usted. No soy, por fortuna, un escritor asalariado. La libertad que defiendo contra viento y marea es mi única riqueza dentro de una miseria estoica y nada despreciable. Me edifica y me torna creador en la medida de mis carencias y mi sufrimiento. Hay que cantar en el sacrificio como los mártires que creen en algo más que la muerte, por ejemplo en un ideal de vida, en una causa espiritual. Y yo creo en la dignidad humana, ante todo, y estoy orgulloso de esta creencia que funda también la dignidad del arte. Odio hipotecar la conciencia a los dividendos de la m